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Niñera
para los
Marines

Escena extra

Heather
Seis años después

—¡No os separéis! —grité por encima del bullicio—. ¡Dustin, vas en la dirección equivocada!
—¡Solo estoy mirando la comida! —respondió Dustin tras volver la cabeza para mirarme—. ¿Me puedes comprar un perrito caliente?
—En el palco tenemos comida gratis —respondió Rogan—. Vayamos allí primero y, luego, podrás decidir si quieres otra cosa. 
Dábamos una vuelta por el Staples Center antes de que Los Angeles Lakers jugaran contra los Milwaukee Bucks. A veces me daba la sensación de ser una pastora que se esforzaba por mantener unido su rebaño. Todos querían dar vueltas por el estadio e ir a lo suyo, sobre todo los trillizos, que estaban a punto de convertirse en adolescentes.
—Yo también quiero un perrito caliente —dijo Micah a mi izquierda. 
Su cabeza estaba a la misma altura que la mía: ese verano había pegado un estirón y ahora sobrepasaba a los otros dos niños.
—Como ha dicho tu padre, primero iremos al palco —respondí.
—Más vale que tengan perritos calientes —dijo entre dientes.
Mostramos nuestras entradas al hombre que estaba frente a nuestro palco, que abrió la puerta y nos dejó entrar. Los niños soltaron chillidos de entusiasmo mientras corrían hacia dentro. Había bandejas de acero inoxidable con comida muy caliente y un barman que se ocupaba de las bebidas delante de una gran variedad de botellas de licor. Al fondo estaban los asientos con vistas a la pista. Maurice se acercó a mí con su bebé, LeBron, en brazos y dijo:
—¿Te recuerda a algo? 
—El caos me recuerda al viaje que hicimos a Los Cabos el año pasado —respondí—. Te juro que me pasé más tiempo persiguiendo a los niños que sentada en la playa. 
Maurice me miró con paciencia. 
—Me refiero a si te recuerda a algo más. ¿Como a algo que pasó hace unos seis años?
Tardé un momento en darme cuenta a qué se refería y, cuando lo hice, me reí. 
—¡Vaya! Casi me había olvidado de eso.
—Yo nunca lo olvidaré —dijo Maurice—. ¡Casi me da un infarto aquella noche que nos colamos en el palco! Disculpe, camarero, ¿tiene mezcal? Me apetece un margarita... 
Jason se encogió de hombros mientras seguía a su marido y al bebé hacia el camarero. Le di una palmadita en el brazo.
—¡No tienen perritos calientes, mamá! —se quejó Dustin. 
—Esto es mejor que los perritos calientes —respondió Brady—. Es un filet minion. Es como los franceses llaman a los filetes de lujo, creo. A lo que voy es que es mejor que un perrito caliente. 
—No quiero un filete de lujo —dijo Micah—. ¡Quiero un perrito caliente! 
Me disponía a decirles que se comieran la comida que venía incluida en el palco, pero, entonces, Mark se giró y me miró con sus grandes ojos. Mi hijo solo tenía seis años, pero había dominado la habilidad de conseguir lo que quería con tan solo una mirada. Asher y Brady decían que lo mimaba demasiado y probablemente tuvieran razón. 
—¿Tú también quieres un perrito caliente? —le pregunté.
Mark asintió. 
—¿Porfa, mami? 
¿Cómo podía decirle que no? 
—¿Quieres que vaya a buscarlos? —preguntó Brady.
Señalé la cancha abierta. 
—No, tú relájate y disfruta del partido. Yo iré a por ellos. —Levanté la voz—. ¡Voy a por perritos calientes! ¿Quién quiere uno? 
Los cuatro niños levantaron la mano, incluida Cora, aunque apenas levantó la vista de su libro mientras lo hacía. Maurice también levantó la mano de su peque, LeBron. Lo miré con exasperación.
—¿Qué? —preguntó Maurice—. Junior quiere un perrito caliente con mostaza y cebolla. 
—Vuelvo enseguida. 
Salí de la habitación y pasé por la planta de los palcos. Una verdad universal de tener hijos era que los niños no apreciaban lo que tenían hasta que se hacían mayores. Les dábamos un palco caro lleno de comida hasta hartarse, pero no: ellos querían perritos calientes que seguramente llevaban tres partidos bajo una lámpara de calor. Organizábamos un viaje a Los Cabos con una excursión en barco por los arrecifes locales, pero los niños preferían jugar en la piscina del hotel porque tenía un tobogán en espiral. 
Sin embargo, mi enfado solo era pasajero. Eran niños, mis niños, y les daría lo que quisieran, dentro de lo razonable. Los quería con todo mi corazón e iría hasta el fin del mundo para llevarles los perritos calientes. Por suerte, solo tuve que caminar unos treinta metros. Había mucha cola para el puesto de comida y empecé a repetirme el pedido para mis adentros: cinco perritos calientes, uno con cebolla. Antes de llegar al mostrador, oí una voz que provenía de detrás de mí: 
—Es ella. ¡Es la intrusa! 
Un guarda de seguridad me tomó del brazo. 
—Venga conmigo, señora. 
Me solté. 
—¿Qué ocurre? 
La mujer que me señalaba era una mujer pequeña y encorvada con el pelo blanco recogido en un moño apretado. Llevaba unos pantalones amarillos y un polo morado: el uniforme de los acomodadores del Staples Center. Y, entonces, la reconocí. 
—¿Abuelita? —murmuré. 
—Es la que tiene la cara en el tablero —insistió Abuelita—. ¡La reconocería en cualquier parte! 
Por un momento, temí haberme olvidado la entrada, pero llevaba el pase para el palco colgando del cuello y lo levanté con actitud desafiante. 
—¡Ajá! ¡Aquí está mi entrada! 
El guarda de seguridad ni siquiera le echó un vistazo. 
—Acompáñeme al despacho para hablar de esto, señora. 
Me tentaba la idea de montar una escena, de gritar y exigir que alguien me ayudara. Puede que una Heather Hart más joven hubiera hecho eso, una Heather Hart que no tenía nada que perder. Sin embargo, esa ya no era yo. Ahora tenía mucho que proteger: mi familia, mi trabajo y mi reputación. Así pues, mantuve la cabeza alta y dejé que me guiaran hasta el final del nivel de la planta de los palcos, donde estaba la oficina de seguridad.
—¿Lo ves? —dijo Abuelita mientras señalaba el tablero—. ¡Es ella! Debe tener una entrada falsificada. 
Encima del mostrador de seguridad había un tablero de anuncios en el que habían clavado con chinchetas una serie de fotos de rostros de personas bajo un letrero que decía: «SE BUSCA: PROHIBIDA LA ENTRADA DE POR VIDA». Mi cara era la tercera. Con una sonrisa, me di cuenta de que en la cuarta posición estaba Maurice. Contuve las ganas de preguntarle si sabía quién era yo. 
—Comprobaremos la información de la entrada —dijo el guarda de seguridad. Me quitó el pase por la cabeza y dijo—: Apenas nos llevará un minuto.
Se puso al teléfono mientras Abuelita me vigilaba, con una expresión muy satisfecha de sí misma.
—Me gustabas más hace seis años —dije—. Eras más simpática. 
Unos minutos después, Asher entró por la puerta. Esbozó una sonrisa educada y le mostró al guarda la información de la entrada. 
—Tenemos su foto en el tablero de «se busca» —le dijo el guarda a Asher.
Asher frunció el ceño mirando al tablero. 
—A mí no me parece que sea ella. Y, como he dicho, está con nosotros y su entrada es genuina. Si tengo que hablar con algún superior...
El guarda me devolvió la entrada y se disculpó, ante lo cual asentí con la cabeza y, luego, le dirigí a Abuelita una mirada victoriosa mientras Asher y yo salíamos de la sala.
—Me has sorprendido con tu actitud —dijo Asher cuando salimos al pasillo—. Esperaba que montases una escena diciendo que era una detención impropia y todo eso. 
—He crecido mucho desde que me convertí en madre —dije—. Y, además, no ha sido una detención impropia. Esa de la foto del tablón de anuncios de «se busca» sí que era yo. Supongo que, incluso después de seis años, siguen alerta ante los infractores.
—Supongo que sí —dijo Asher con una sonrisa.
Volvimos a la cola del puesto de comida y pedimos los perritos calientes. De vuelta a nuestro palco, vi a dos adolescentes que se asomaban desde un ascensor: un chico y una chica. Todo acerca de su comportamiento delataba que no pertenecían a esa planta. Miraron en ambas direcciones y, luego, salieron a la planta de los palcos caminando con demasiada tranquilidad mientras echaban vistazos nerviosos en todas direcciones. Me volví hacia ellos y los intercepté en cuestión de segundos. 
—Disculpad, pero vuestras entradas no son para esta planta, ¿verdad? 
Ambos se quedaron de piedra. Sus instintos de pelea o huida se pusieron en marcha y parecía que lo de huir iba a ganando.
—Nuestros asientos estaban muy arriba —respondió la chica enseguida—. No podíamos ver nada.
—No podía permitirme otros asientos, Angie —dijo el chico con tono insistente. 
—No voy a meteros en problemas —les dije—. Quiero invitaros a nuestro palco. Tenemos mucho espacio libre: hay veinticuatro asientos, pero solo somos doce. 
Se miraron el uno al otro. 
—¿Es una broma?
—Es una oferta del todo sincera —dijo Asher—. Creedme, hace tiempo estuvo en vuestro lugar. 
—Es muy amable —dijo la chica mientras nos seguía hacia el palco—. Oye, ¿tú no eres alguien conocida?
—A todo el mundo lo conoce alguien —respondí con una sonrisa.
—No —dijo el chico—. Tiene razón. Eres famosa, ¡eres la mujer de esa película de acción nueva! Hart algo más...
Sí, era cierto: ahora era una estrella de cine, famosa por mérito propio. Después de ganarme las habichuelas haciendo anuncios durante un año, pasé a actuar en una serie de Netflix. Tras hacer tres temporadas, conseguí mi primer papel en una película. Desde entonces había hecho tres más y era la protagonista de dos de ellas. Se podría decir que estaba arrasando como actriz, pero me gustaba pasar desapercibida.
—La gente suele confundirme con otras personas por la cara que tengo —dije—. Vamos. Nuestro palco es ese de ahí adelante. 
Los niños se pusieron de pie de un salto y se acercaron a nosotros corriendo para que les diésemos los perritos calientes. Tuvieron la buena educación de darme las gracias por traérselos antes de volver corriendo hacia los asientos con vistas a la cancha. Se oyó el clamor del público: uno de los jugadores de los Bucks acababa de fallar un tiro libre.
—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó Brady—. ¿Acaso te han arrestado los de seguridad o algo?
—Pues resulta que sí —respondí.
Brady se echó a reír como si le hubiese contado un chiste divertido. Intercambié una mirada con Asher, que se limitó a encogerse de hombros. 
—Fijo que este también es alguien famoso —le susurró el chico invitado a su cita. Señalaba a Maurice—. Es que sé quién es. Disculpe, señor, usted es el de la serie de televisión esa, ¿verdad?
Maurice era famoso por mérito propio, ya que había participado en tres series de televisión distintas de la CBS y la Fox. Todavía no había dado el salto al cine, pero su agente —que también era el mío— le estaba consiguiendo un papel secundario en una comedia romántica. Maurice frunció el ceño ante los dos adolescentes. 
—¿Serie de televisión? ¿Creéis que salgo en una serie de televisión? 
—Pues claro —dijo la chica—. Esa en la que un montón de cosas paranormales empiezan a pasar en Boston...
Maurice soltó un resoplido de descontento. 
—¿Así que veis a un gay negro y os creéis que tengo que ser el mismo gay negro que sale en televisión? ¿Estáis diciendo que todos nos parecemos, eh? ¿Es eso?
Los dos recién llegados se disculparon enseguida y se fueron corriendo hacia dos asientos con vistas a la pista. Miré a Maurice con el ceño fruncido. 
—Te gusta demasiado hacer eso. 
—Nunca me canso de hacerlo. 
Tomé una de las bebidas que había preparado el barman y un plato de comida —muy buena y cara— y salí a sentarme. Había más ruido en esa parte del palco a raíz de la multitud y a los movimientos rápidos de la cancha. Los altavoces retumbaban con música y una voz gritaba: 
—¡De-fen-sa! ¡De-fen-sa! 
Cora había dejado el libro a un lado y miraba el partido con entusiasmo. 
—¿Crees que podría jugar a básquet, mamá?
—Por supuesto, cariño —respondí—. Sobre todo si pegas un estirón como Micah.
Brady rodeó a Cora con un brazo. 
—¿Y sabes cómo se pega un estirón?
—¿Cómo?
—Con comida buena y saludable, no basura como esos perritos calientes. 
Cora miró el perrito caliente a medio comer y, entonces, se levantó bruscamente y entró a buscar un plato de carne y puré de patatas. Brady se rio para sí mismo e hizo el gesto de lavarse las manos como si su trabajo hubiera terminado. A mi izquierda, Mark me tiró de la manga. 
—¿Quién va ganando, mami?
—Los Bucks van ganando por tres puntos, pero todavía es pronto —respondí.
—Es muy pronto —dijo Maurice desde la fila de enfrente—. Puede que Bron Bron tenga cuarenta y dos años, pero a la primera de cambio empezará a dominar el partido. —Balanceó al pequeño LeBron sobre su regazo—. A ti te pusimos LeBron por él. Solía pensar que iba a ser mi futuro esposo, pero tuve que conformarme con tu papi. —Jason arqueó una ceja ante el comentario—. ¡Y me alegro mucho de haberlo hecho! —se apresuró en añadir Maurice—. Tu papi es el amor de mi vida. —Bajó la voz y murmuró—: Aunque no pueda saltar como si volase y hacer un mate. 
Jason se inclinó y le dio un beso. 
—Así mejor.
Hubo un tiempo muerto y ambos equipos se reunieron en los laterales de la cancha. De repente, el bullicio del público cambió y la gente empezó a vitorear.
—¡Mira, mami! —dijo Mark a mi lado—. ¡Estoy en la tele grande! 
Vi que tenía razón: los dos aparecíamos en la pantalla gigante con una frase debajo que decía: «Heather Hart, estrella de Asesina internacional». Me sorprendió tanto que se me resbaló el tenedor de la mano y me manché el brazo de salsa de carne. Lo ignoré, esbocé mi mejor sonrisa y saludé al público, que respondió aplaudiendo aún más fuerte.
—¡Ey! —exclamó el adolescente que estaba detrás de mí—. ¡Sabía que eras ella! 
—Ay —dije—, supongo que sí. ¿No es de locos? Vuelvo enseguida, cielito. 
Me aseguré de que Asher vigilaba a Mark y fui a la zona interior del palco para lavarme el brazo en el baño. Cuando me giré para secarme las manos con una de las toallas desechables, alguien chocó conmigo por detrás. A raíz del aroma embriagador que desprendía, supe enseguida de quién se trataba.
—¿Recuerdas la primera vez que chocamos en el baño de un palco? —me susurró Rogan con una voz grave.
Me di la vuelta y le sonreí. 
—Se me ha olvidado. ¿Me recuerdas qué pasó?
Me rodeó con los brazos y me dio un beso largo e intenso. Con cuatro niños por la casa, no nos quedaba mucho tiempo para besarnos de esa manera, así que, cuando lo teníamos, había que aprovecharlo.
—Quiero hacer algo más que besarte —me dijo—, pero creo que esperaré hasta después. 
Arqueé una ceja. 
—¿Ah, sí?
—Hay algo de salsa de chocolate en la nevera que quiero usar —dijo—. Me parece recordar que te gustó cómo la utilicé en el Four Seasons. 
Apreté los labios. 
—Eso que dices no me suena, vas a tener que refrescarme la memoria. 
Se inclinó y acercó los labios a mi oído. 
—Esta noche, después de que los niños se duerman, pienso recordártelo. 
Mientras los dos volvíamos al palco para tomar otra copa, me dije para mis adentros: «No me puedo creer la suerte que tengo».

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